viernes, 18 de abril de 2008

LA CONDICIÓN HUMANA EN EL PENSAMIENTO DE IGNACIO CHÁVEZ SÁNCHEZ


Por: Carlos Viesca Treviño

Al aceptar la invitación que hace unos meses me hiciera Alberto Saladino para elaborar un ensayo acerca del pensamiento de Ignacio Chávez con referencia a la condición humana, amabilidad y confianza que aprovecho para agradecerle profundamente, estaba plenamente conciente del reto que entraña el análisis del tema en una obra vasta y politemática como es la del Maestro

Chávez, y quiero enfatizar el término “Maestro”, que en este caso no es significativo de un grado, sino del aprecio que, a dos y media décadas ya de su fallecimiento, sigue teniendo por sus enseñanzas y ejemplo un numeroso grupo de médicos mexicanos entre los que me honro en contarme y al que se han sumado jóvenes que no tuvieron la oportunidad de conocerlo en vida, pero sí de abrevar en su obra y en el recuerdo de su ejemplo. Algo, sin embargo, estaba bien claro: la dimensión intelectual y humana de Ignacio Chávez hace, indudablemente, que una investigación sobre el pensamiento latinoamericano del siglo XX y sus aproximaciones al tema de la condición humana no pudiera ser completa sin tomar en cuenta sus ideas y planteamientos.
Bosquejo biográfico

¿Quién fue Ignacio Chávez? La pregunta parece ociosa y pudiera responderse diciendo que fue un médico y educador, científico y humanista, “científico que era hombre de letras y de artes”, como dijera Carlos Fuentes [Fuentes, 1997: 215]. Pero, pienso que vale la pena, a pesar de ser una persona bien conocida en muy diversos ámbitos, esbozar algunos de sus más importantes datos biográficos.

Nacido en Zirándaro, entonces en el Estado de Michoacán, ahora en el de Guerrero, el 31 de enero de 1897, Ignacio Chávez creció y fue educado, según su propia apreciación, para ser “niño bueno”, aprendiendo en su pueblo natal las primeras letras y recibiendo un caballo como regalo en su quinto cumpleaños, según acostumbraba hacer su padre con todos sus hijos [Arreola, 1997: 37]. Después, hasta sus dos primeros años en la Escuela de Medicina, cursó estudios en Morelia, para concluir su formación como médico en la Universidad Nacional de México, en donde cursó el resto de la carrera de Medicina entre 1916 y 1919, graduándose el 4 de mayo de 1920. Casi de inmediato fue nombrado rector de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Morelia, puesto que aceptó a condición de ejercerlo sólo por un año; apenas hubo tomado posesión del cargo se designó profesor de Clínica Propedéutica Médica, a fin de no separarse en ningún momento de su profesión..

En 1922, a su regreso a la ciudad de México, tomaría dos responsabilidades que, continuando su experiencia del año anterior, ocuparían el resto de su vida: la docencia en la Escuela Nacional de Medicina de la Universidad de México, al principio como Jefe de Clínica Médica, y su práctica médica en hospitales públicos, iniciada como médico interno del Hospital General. Tras realizar en París estudios de perfeccionamiento como cardiólogo, funda y encabeza, desde 1925 lo que sería después el Pabellón de Cardiología del Hospital General, al que se integraría en forma definitiva en 1927, a su regreso de Francia en donde había concluido su formación como cardiólogo con Charles Laubry y Henri Vaquez, los más eminentes especialistas de entonces.

En 1933 sería electo director de la Facultad de Ciencias Médicas de la UNAM, en 1938 director del Hospital General, en 1943 es miembro fundador de El Colegio Nacional, en 1944 funda y es el primer director del Instituto Nacional de Cardiología, puesto que ocuparía hasta enero de 1961, cuando es electo rector de la UNAM. Allí ocupó dicho cargo hasta abril de 1966, fecha en que renunció forzado por “los aullidos de los menos ante el silencio de los más” [Haro, 1997: 156]. Finalmente, regresaría a la dirección del Instituto Nacional de Cardiología de 1975 al 13 de marzo de 1979, a cuatro meses escasos de su muerte, sucedida el 12 de julio de ese mismo año. En el transcurso de estos años fundó las Sociedades Mexicana (1935) e Internacional (1946) de Cardiología, fue nombrado doctor honoris causa en veinte universidades de diferentes países y organizó y recibió condecoraciones otorgadas por más de treinta países, entre ellas la de Comendador de la orden de las Palmas Académicas de Francia (1963) y el Premio Nacional de Ciencias (1961) y la Medalla de Honor “Belisario Domínguez”, por parte de su propio país.

La obra
La obra de Ignacio Chávez es vasta y en ella abordó numerosos tópicos. La parte más significativa de ella ha sido recopilada en cinco de los volúmenes de la colección conmemorativa que El Colegio Nacional, la UNAM, la Secretaría de Salud, el Instituto Nacional de Cardiología y el Fondo de Cultura Económica publicaron en 1997 para conmemorar el centenario de su nacimiento [Chávez, 1997]. El sexto volumen es un cassette con sus discursos y los cuatro restantes reúnen textos de diversos aurtores referentes a él. En resumen, publicó seis libros: Exploración funcional de los riñones y clasificación de las nefropatías (1935), Enfermedades del corazón, cirugía y embarazo (1945) , Diego Rivera. Sus frescos en el Instituto Nacional de Cardiología (1946), México en la Cultura Médica (1947) y El Instituto Nacional de Cardiología en 1964 (1964).

Como se aprecia dos de ellos son libros de medicina en los que expuso sus conocimientos, entonces de vanguardia, con respecto a enfermedades renales y cardiológicas; un tercero es una breve y a la vez enjundiosa historia de la medicina en México, en tanto que los dos restantes describen los frescos de Diego Rivera en el Instituto Nacional de Cardiología y al propio instituto a los veinte años de su fundación. Todos ellos fueron reunidos en el segundo volumen de la colección referida. El primero de ellos presenta sus artículos médicos, cuarenta seleccionados de un total de poco más de un centenar, en tanto que el tercero, el más voluminoso, reúne una selección muy amplia de sus artículos y conferencias sobre cultura, humanismo y educación, misma que había publicado en dos volúmenes El Colegio Nacional en 1978. Los volúmenes cuarto y quinto contienen respectivamente un Ideario, en selección del doctor Ignacio Chávez Rivera, y un Epistolario.

Diversos temas y reflexiones relacionados con la condición humana y con el humanismo se encuentran dispersos en ellas, particularmente en sus textos acerca de historia de la medicina y ética médica, así como en sus discursos y conferencias.
Ignacio Chávez, humanista

Para poder captar mejor la posición intelectual de Chávez ante la condición humana, considero que sería adecuado destacar algunos de los aspectos más relevantes de su humanismo, ya que considero, como lo han hecho antes de mí todos aquellos que se han ocupado de su biografía o del análisis de su pensamiento, que esencialmente fue un humanista.1

En un texto escrito en plena madurez, en 1959, en el que discernía acerca de los fines de la educación médica en nuestro medio, Chávez definió sin ambajes cuál era su posición al respecto: “la preocupación máxima del hombre debe ser el hombre mismo...” [Chávez, 1959: 12-26]. El hombre como centro del filosofar, como eje de todos los demás intereses, incluso el de conocer la naturaleza.

Más que un humanismo apegado al modelo terenciano que apenas, tras las aventuras de la comedia, logra incluir a las personas mismas en la suma casi infinita de epifenómenos de lo humano que de inicio ocupaban plenamente la preocupación del personaje, el humanismo antropocéntrico de Chávez, en el cual la redundancia no refiere al hombre mismo sino al centro de un universo se aproxima más al de Gorgias y los antiguos sofistas o al de Leonardo da Vinci, al hacer al ser humano el punto de referencia obligado para estructurar cualquier pensamiento, cualquier teoría que pudiera revestir algún interés para los humanos, claro está. El hombre, medida de todas las cosas, cuya consideración da pie a un ser en el mundo en el que el fenómeno humano cobra dimensiones que, de otra manera serían remitidas a entidades metafísicas o reducidas a cifras que revelan fenómenos pero que en realidad no miden nada. Círculo perfecto, no vicioso, en el que el pensar y obrar de los humanos se convierte en medida responsable de lo que piensan y hacen [Xirau, 1997: 210]. Ante todo responsable. Para Chávez, responsabilidad ante la humanidad toda, representada en y por nosotros mismos, es el sello del ser humano que somos y es el límite libremente aceptado de la libertad.

Pero, ¿por qué la remembranza a los griegos y a la cultura del renacimiento? El origen del humanismo, de todo humanismo, para Chávez, es la cultura. No debe perderse de vista el que, cuando inició sus estudios de medicina en Morelia, decidió ayudar a su mantenimiento trabajando, y su trabajo fue el de profesor de historia de México y de historia Universal en la misma institución nicolaíta. El hecho no es casual. Un hombre debe ser culto, si no lo es, está perdiendo una parte de su esencia. En el caso de Chávez la cultura le viene de cuna y por medio de ella comienza por definirse con pretensiones de universalidad: el conocimiento de los logros de la humanidad crea vínculos irrompibles entre quienes, así, se convierten en sus representativos.

De tal manera, el ser humano se construye como tal al convertirse en el depositario de la herencia cultural que, además no puede negar más que a costa del detrimento de su propia humanidad. Humanidad y cultura no son sinónimos, pero son condiciones interdependientes. La cultura significa la humanidad del hombre y su posibilidad de trascender a la naturaleza y enriquecer su destino, es “la otra cara de nuestro yo... y es indispensable para todo hombre que cultive disciplinas intelectuales...”, pues, finalmente, es en la cultura en donde se forjan los valores que regirán juicios y actos, en donde se precisan las nociones del sentido del bien y de la justicia [Chávez, 1977: 85].

Este ímpetu de identificación de lo humano, Chávez lo remite al humanismo renacentista, del que se siente, se sabe heredero directo a la vez que se declara paladín de su trascendencia en el pensamiento moderno; “ fue ese humanismo espléndido – dice – el que engendró nuestro mundo moderno; el que en el orden intelectual nos lanzó a la búsqueda de la verdad, interrogando a la naturaleza misma, y en el aspecto artístico nos inculcó el amor a la belleza, libre del pecado; el que en el orden espiritual nos infundió la aspiración de ser hombres universales y el que reivindicó, en el orden moral, nuestra dignidad superior de hombres” [Chávez, 1977: 21].

Esa cultura, que es el trasfondo de la ética y de la moral, de la apreciación de lo bello, de la intransigencia ante la injusticia, es algo que va del hombre al hombre, es inmanente aunque trasciende a sus creadores y representativos en lo individual para representarse y cobrar significado en los siguientes relevos que no son otros sino las generaciones de la humanidad del futuro.

En este sentido la cultura es historia y de esta manera se significa como la posibilidad de ruptura en cuanto a la naturaleza concierne. Empero, como historia es conciencia y en cuanto responsabilidad conciente se constituye en la única manera racionalmente humana para analizar la situación del presente y medir el alcance de las acciones a emprender, para valorar y establecer juicios acerca de lo hecho y de las dificultades y obstáculos inherentes a ello. Si la cultura es esencia de lo humano, la historia es maestra universal, es su conciencia crítica. De allí que buena parte del pensamiento de Chávez remita a la historicidad de los problemas que aborda y de allí también que al fin de cuentas esté siempre presente el humanismo, un humanismo que se desprende de la evolución histórica de la humanidad como una necesidad de vigencia inapelable. Al respecto, apuntaba: “Siendo una aspiración eterna, la cultura no es una cosa universal y estática sino que cambia y se modela según el tiempo y el lugar. De aquí que el conocimiento de la historia sea un requisito esencial del humanismo contemporáneo, historia amplia, de los pueblos, de las civilizaciones y del pensamiento del hombre” [Chávez, 1977: 23].

Es la suya una visión en la que se mezclan criterios positivistas e historicistas configurando una unidad que en su momento, y pensando en el medio intelectual en el cual se desarrolló Chávez, no podía ser de otra manera. No es cosa nueva el señalar la inmensa impronta que dejó el positivismo en la medicina de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX. El hecho positivo comtiano pasó, sin ningún esfuerzo, a identificarse con el fenómeno reproducible y reproducido en el laboratorio por Claude Bernard, por Pasteur, con las lesiones celulares vistas por Virchow en su microscopio de inmersión de novedosa manufactura por ese entonces; el dato clínico, consignado metódicamente adquirió la dimensión de un hecho positivo, y no se diga más al respecto de la correlación anatomoclínica. La medicina que aprendió Chávez le forjó en el positivismo. Pero también la historia que aprendió y enseñó y gran parte de la que cultivó posteriormente le llevó a la constatación del hecho, pero, más que nada, a la integración de una imagen del progreso como elemento central del devenir de la humanidad.

“La humanidad, en su progreso, cambia a menudo de derroteros”, señalaba al observar que agotado prácticamente el campo del estudio de los fenómenos auscultatorios, la obra de Laennec, que le diera inicio, no quedaba minimizada ni disminuida, sino se erigía en base de nuevos derroteros que iban más allá de la observación de los fenómenos patológicos y la lesión para “abrevar sus ideas en la fuente de los conocimientos fisiológicos” [Chávez, 1977: 377]. Sin embargo, la historia es la guía: “Si queremos saber, no debemos comenzar por ignorar” [Chávez, 1977: 378]. El arribo a la ciencia positiva implica etapas previas que deben ser reconocidas a fin de que la ciencia no pierda su rumbo. Así, hablando del Instituto de Cardiología apenas fundado, Chávez insistía en que aún cuando “todas las potencias espirituales apuntan hacia el futuro, no estaría imbuido de espíritu científico si mostrara olvido o desdén por el pasado...” e insistía en la gestación penosa del pensamiento científico y en la permanencia del pasado en cada uno de los momentos que van configurando los presentes sucesivos al señalar que “el dolor del nacimiento y el goce fáustico de la creación viven en cada uno de los momentos estelares de la historia científica” [Chávez, 1946: 3].

En los murales del Instituto de Cardiología, en los que el tema fue, como era de esperarse, la evolución histórica de la cardiología, la idea rectora fue de Chávez y la ejecución de Diego Rivera. Allí, esa visión histórica del progreso científico queda perfectamente plasmada en las espirales ascendentes que conducen de los descubrimientos y avances de épocas pasadas hasta los descubrimientos más recientes; pero, además, en la base de los dos murales aparecen cuatro figuras encerradas en casetones, sin color, que representan los remotos antecedentes, chinos y europeos, africanos y prehispánicos. Más aún, en el primer mural están representados quienes emplearon sus sentidos para explorar el corazón, en el segundo, aquellos que “empezaron a recurrir a los instrumentos” [Chávez, 1946: 6], marcando su idea personal acerca del ascenso de la ciencia hacia un periodo de tecnificación e instrumentación en el que fue testigo y actor.

“La nueva medicina –diría – se forjó en las salas de clínica y en los hospitales, no en las aulas” [Chávez, 1947: 169]. Y en este sentido, el testigo de la historia, el humanista que la narra, tiene la obligación, la responsabilidad de convertirse en partícipe, de convertir la utopía en acciones y hasta en instituciones. Su visión histórica, que le hace tener fe en la idea del progreso, en el esquema ascendente del conocer y el saber que conduce a la ciencia experimental y a la medicina instrumentalizada, marca el camino del médico al humanismo y, nuevamente, de éste al campo de la acción. El positivismo quedaba atrás, como base y fuente de una rígida disciplina, de un saber, de un rigor científico, para lo cual sus frutos eran innegables; pero había que ir más allá, había que sobrepasar “la mutilación del espíritu” que tal doctrina implicaba, su frialdad sin “entusiasmos generosos ni ideales desinteresados”, sumándole el anhelo “de la cultura humanística, de amor por el arte y de inquietud metafísica” [Chávez, 1977: 770]. El positivismo escueto, a su manera de ver, ofrecía moldes en los que sólo cabían el talento y la mediocridad espiritual, nunca la grandeza del humanismo.

Sin embargo, tampoco creía en el humanismo expresado solamente a través del discurso, por bello y elocuente que éste fuera. Definiendo al prócer argentino Domingo Faustino Sarmiento, Chávez exponía ideales compartidos: “El pensamiento para él valía en la medida en que cuajaba en actos. Pensador, sí, pero no soñador, ni contemplativo” [Chávez, 1977: 746]. Para incidir en esta manera de ser en el mundo que le fue propia al señalar que “el hombre debe... sumergirse en el mundo en que vive, sintiéndose no un extraño y ni siquiera un mero espectador de la realidad social que lo rodea” [Chávez, 1977: 23].

Ahora bien, ese hombre universal, al sumergirse en el mundo, en su mundo, requiere de un marco de referencia que es su identidad. De tal modo, Chávez, humanista, se confronta con Chávez, mexicano y producto de la conciencia liberal que definiera a nuestros grandes hombres del siglo XIX. México en la cultura médica, tanto el capítulo con el cual Chávez contribuyó a la obra colectiva de Torres Bodet [Chávez, 1947], como el libro que con el mismo nombre fue desarrollado a partir de dicho texto [Chávez, 1947] constituyen el núcleo de esa profesión de fe de ser médico mexicano. Chávez, positivista en el terreno de la medicina, no duda en ceder ante el Chávez mexicano al asomarse a los logros de las medicinas prehispánicas y encontrar que en ellas había mucho de conocimiento positivo: “el valor de su experiencia, la riqueza de su farmacología, los atisbos de clasificación...”, a pesar de los rituales que frisan en la magia y la religión y que son desechados por él como supersticiosos [ Chávez, 1947: 34].

La identificación de rasgos de empirismo y atisbos geniales, mezclados con lo que a sus ojos era la superstición de sacerdotes que se confundían con magos, le permite cumplir con una obligación sagrada que es la defensa de lo mexicano, de su trascendencia histórica, de su valor como fuente de identidad digna: “Se equivocaría quien quisiera... juzgar el valor de la medicina precortesiana sin tener en cuenta el pobre desarrollo alcanzado por la europea de aquel entonces... y se equivocaría aún más, quien quisiera medir el grado de avance de los indígenas de entonces por el grado de atraso de nuestros indios de hoy...” [Chávez, 1947: 34]. Siempre insistiría en la posibilidad del parangón de las medicinas indígenas con la europea [Chávez, 1977: 724-737]. No menos importante es su apreciación de la medicina mexicana anterior al 1700, en la que reconoce que a pesar de no haber logrado el nivel de las obras clásicas, es seguro que representa el primer intento de reunión del nuevo mundo a la cultura médica universal [León Portilla, 1997, 781-795].

Pero, retornemos al problema de la libertad, que es para Chávez la fuente del impulso unívoco de los poderes creativos de la humanidad. Fuente y límite, ya que la libertad responsable no puede darse el lujo de transgredir los terrenos propios de otras libertades. Para Chávez, el ejemplo patente de lo que significa la libertad convertida en doctrina tanto como en ideario de acción se lo dio la Escuela Nacional de Medicina.

En su interés por desentrañar las marañas de la Historia pronto se encontró frente a un hecho que se convertiría en el centro de su toma de conciencia en cuanto a las necesidades de la medicina y de la formación de médicos en nuestro país: la creación del Establecimiento de Ciencias Médicas en octubre de 1833. En este hecho, capital por demás para nuestra historia, él supo leer los contenidos ocultos: la apertura de un Establecimiento de Ciencias Médicas, el cuarto entre seis que vinieron entonces a sustituir a la vetusta y esclerosada Universidad, significó a la vez la expresión de un impulso liberal que colocaba sus apuestas en la educación y formación de los profesionistas, y un sentido de modernidad, de actualidad del conocimiento.

Los avatares del Establecimiento y las peripecias que vivieron para lograr mantenerlo a flote quienes se involucraron en realizar el ideal de modificar de raíz la formación de los profesionistas mexicanos, en este caso particular de los médicos, ofrecieron a Chávez las líneas de una gesta heroica y discreta a la vez en la que un grupo de docentes encarnó a la institución llegando a desafiar a las autoridades civiles y militares cuando éstas pretendieron dar marcha atrás y retornar a las viejas enseñanzas, y se hizo garante de una profesión de fe, en la que la adquisición de conocimientos científico médicos y el ejercicio de la libertad, tanto en la cátedra como en su visión de la sociedad, quedaron troquelados como su ideal.

La libertad nunca puede desligarse de un recio sentido moral y ciertamente eso fue lo que Chávez encontró plasmado en la obra de sus precursores médicos. La imagen de Valentín Gómez Farías, la de Casimiro Liceaga, le dan pie para esculpir sus héroes. Este último, el médico independentista e ilustrado que mantuvo el timón del Establecimiento con mano firme durante catorce años para incorporarse, ya viejo, a la lucha política y actuar como senador en la lucha contra la invasión americana. Gómez Farías, el prócer que sobrevivió honesto y congruente con sus ideales políticos por más de dos décadas, capaz de encarnarlos hasta convertirse en símbolo de liberalismo; era –dijo Chávez tomando una frase de Gandhi– de aquellos que tienen derecho de destruir porque son capaces de construir, de los que “antes de que se disipara el polvo del derrumbe, levantaba un edificio nuevo que diera refugio a sus esperanzas de reformador”, de los que creían firmemente en que mientras la conciencia del hombre no fuese libre no existía el porvenir [Chávez, 1977: 378-382].

Con Gómez Farías como imagen, a la que suma Chávez la de Sarmiento, marca la transición de un humanismo histórico a lo que podríamos denominar un humanismo político. Ya he puesto en relieve en párrafos anteriores lo que significaba para él la necesidad, la irremisible necesidad de llevar los ideales a la acción, y es a través de estos personajes como teoriza el vínculo irrompible existente entre humanismo y liberalismo y la vía que ambos deben de encontrar en la actividad política, en la cual se enmarcan también el establecimiento de directrices para la formación de hombres y la creación de instituciones. Es esta la fuente directa que le sirvió de inspiración para concebir, planear y llevar a cabo la reforma de la entonces Escuela Nacional de Medicina, en un proyecto en el que se aunaban el reconocimiento de las raíces, la entrega en la búsqueda de la modernidad tanto en la clínica como en la instrumentación de los actos médicos, la libertad de conciencia y, por lo tanto, de cátedra, y el compromiso moral más profundo.

En su visión, no desprovista de misticismo, Chávez se permite hablar de “apóstoles de la Reforma liberal”, categoría en la que ubica a Gómez Farías en primerísimo término, y con él a José María Luis Mora, a Andrés Quintana Roo y, no sólo apóstol sino también mártir, a Melchor Ocampo, fanático de la libertad y de la dignidad del hombre, integrando un ideario cuyos anhelos se pueden resumir en educar y dar leyes justas, ambos premisa y consecuencia para el adecuado ejercicio de la libertad [Chávez, 1977: 402-407]. Éstas deberían ser por igual las virtudes del ciudadano y del dirigente, aptos para soportar todo menos la tiranía y para renunciar, para sacrificar todo, menos la libertad [Chávez, 1977: 408-410].

El humanismo del personal de la salud
Medicina sin ciencia es sólo un oficio y el médico que se queda en ella no pasa de ser un simple artesano. El médico como ser capaz de salvar una vida, siendo semejante a los dioses, según el pensar de Hipócrates debe reunirse con el médico que es guía, consejero, árbitro, amigo, quien atiende, mas allá de los males somáticos, sus repercusiones espirituales, incluida en ellas la interpretación delirante que puede hacer el enfermo de su mal, de la amenaza de morir, del temor y la esperanza [Chávez, 1977: 87].

La acción mecánica del médico que sabe, por mucho que sepa, no basta; de ninguna manera la medicina puede detenerse allí para cumplir con su objetivo. Es indispensable que el médico adquiera una gran dimensión humana, comenzando por el hecho de que el científico “pudiera llegar a un refinamiento de la cultura” para continuar con la búsqueda del ideal, del arquetipo del hombre universal [Chávez, 1977: 23-24]. Pero, para ser verdaderamente médico, se requiere además devoción y calor humano. El médico debe de ser, para emplear las palabras de Chávez, “un hombre que se asoma sobre otro hombre, en un afán de ayuda, ofreciendo lo que tiene, un poco de ciencia y un mucho de comprensión y simpatía”, no concibiéndose cultura, menos todavía en términos de una cultura profesional y siendo inadmisible en una cultura médica, el mínimo desinterés a propósito de los problemas del hombre [Chávez, 1977: 21, 24].

Nada más elocuente que una imagen que transmite el propio Chávez al describir su llegada al lado de Antonio Caso “en el momento mismo de su muerte” en el que no hubo lugar para nada, no digamos acciones médicas, sino “ni una palabra, ni un gesto, ni un ademán” y es entonces cuando el médico trasciende el simple ejercicio de un oficio artesanal para alcanzar las dimensiones de lo más profundamente humano: “Mis manos – refiere – que nada pudieron hacer para defenderlo, le cerraron filialmente los ojos, tratando, en vano, de ocultar su temblor...” [Chávez, 1977: 769]. Así como en la política, personajes como Gómez Farías y Melchor Ocampo son considerados como apóstoles del liberalismo, el humanismo médico impulsa al médico a actuar dentro de un apostolado laico. La imagen del médico cerrando piadosamente los ojos del paciente recién fallecido no nos dice otra cosa, no traspasa los límites de lo humano, los eleva a su máxima expresión de empatía.

La fragua del médico exige, pues, el cultivo de “los veneros de la comprensión y de la simpatía para el enfermo” al lado de la búsqueda infatigable del progreso, el del saber médico claro está, el cual “no puede detenerse porque la mente humana es insaciable y mira en el dominio de la naturaleza su gran reto” [Chávez, 1977: 434-435]. Siendo el deber último del médico su responsabilidad para con el enfermo, deberá temperar sus ímpetus o bien por medio de la inteligencia que prevé, o bien robusteciendo la conciencia moral. “Protegida así, la medicina podrá seguir adelante en busca de la salud y el bienestar del hombre...con tal de que la medicina nueva no sacrifique nunca al interés de la ciencia el interés supremo del enfermo...” y, pasando una vez más de la medicina al médico, continuaba diciendo: “con tal que el médico, hombre de ciencia, siga siendo el médico–hombre y si puede, el médico- apóstol,” aquel que nunca estará carente de calor humano y viva siempre pleno de “interés solícito por el hombre que sufre” [Chávez, 1977: 435].

De tal manera, el centro, el eje de la labor del médico, de su logro profesional y de su excelencia como ser humano, es el enfermo, el ser que padece una enfermedad que requiere de un abordaje científico y técnico, que se duplica en el ser que expresa carencias, sufrimientos que también deben de ser resueltos o, al menos, aliviados. El médico debe continuamente de “bajar del Olimpo de su ciencia a la cabecera de la cama de sus enfermos” [Chávez, 1977: 75].

Lo que Chávez exige al médico para ser un médico humanista, es decir, un verdadero médico, es entrega, es sacrificio, es, finalmente, vocación. Es la puesta en práctica constante de valores que, como la honestidad y el desinterés, pondrán constantemente a prueba su temple moral y serán prueba continua de su calidad.

Un comentario sólo a propósito de un problema que, lamentablemente, se anuncia creciente en la práctica médica de nuestros días: la comercialización de la medicina. Nada más extraño ni ajeno al humanismo médico que el introducir intereses económicos como elementos rectores de la práctica médica. Esto no quiere decir en ninguna forma que el médico no deba cobrar honorarios ni desechar la posibilidad de un a vida digna y hasta holgada en términos de dinero; lo que no es admisible, para Chávez como para el común de los médicos honestos y morales, es lucrar, es anteponer el interés de la ganancia al interés en el enfermo o, como se ha puesto en boga, introducir al enfermo en procesos en los que su salud deriva de mecanismos de lucro y si bien puede resultar correctamente diagnosticado y tratado esto solamente se da a través de una serie de operaciones cuyos resultados económicos van más allá del interés en la salud del propio paciente.

Pudiéranse señalar el cobro de honorarios excesivos o por servicios no prestados, la repartición oculta de honorarios, los pagos de comisiones a laboratorios o gabinetes de diagnóstico, la realización de exámenes y estudios no necesarios... Todas ellas situaciones que dejan plenamente que desear en el sentido de la moralidad de quienes participan en ellas. Chávez es tajante: “Donde el negocio empieza, el decoro de la profesión acaba... La explicación es clara –dice– la medicina no es un comercio...” [Chávez, 1977: 72].

Modernización y deshumanización
Punto clave para la expresión del humanismo médico de Chávez, como lo ha sido para todos los humanistas médicos del siglo XX, ha sido la evidencia del impacto de la modernización y la tecnificación de la medicina sobre la relación médico-paciente. Sin embargo, él nunca pensó que el desarrollo de la instrumentación de la medicina fuera condición inherente de su deshumanización. El acceso de equipos cada vez más numerosos y más sofisticados a la práctica médica, representaba para Chávez, sí, un peligro para la práctica médica humanista, pero nunca una necesidad impositiva para relegar a ésta.

El problema radica, a su modo de ver, no en la presencia de aparatos e instrumentos, de exámenes complejos de laboratorio, sino en la cesión que puede hacer el médico, el abandono de los principios más caros y sutiles de su profesión. El problema radica en el médico y, en última instancia, en quienes le educan. Es obvio que no puede transigirse en lo tocante a la adquisición del conocimiento. Un deber fundamental de todo médico es estudiar y saber, saber, adquirir conocimiento, para actuar el día de mañana en beneficio de los enfermos, y esto se puede resumir señalando la imperiosa necesidad de que el médico sea un científico actualizado, es decir, en estado constante de renovación y constatación de la vigencia de sus conocimientos. Esto constituye “el culto del saber”, motor intemporal que subyace a la existencia como tal de un médico que se precie de serlo.

Ahora bien, esta actitud que ha sido fuente de profundas reflexiones por parte de eminentes médicos en todos los tiempos, se ha hecho aún más apremiante durante el último medio siglo en que el desarrollo de las ciencias médicas ha disparado de manera exponencial la cantidad de nuevos conocimientos disponibles, sin ser por ello pretexto para que el médico no los posea, sino convirtiéndose en necesidad cada vez más apremiante de encontrar las formas para hacerlo.

Esto es un requisito moral primordial para el quehacer médico [Pérez Tamayo, 2003] y Chávez lo vivió en el terreno de las especialidades primero nacientes, más tarde en vías de consolidación como campos de conocimiento, pero, sobre todo, lo intuyó como una característica ineludible del futuro inmediato de la profesión.2 Sin embargo, falta un elemento al binomio y este es el interés por el enfermo, por ayudarlo. El problema, tal y como él lo capta, radica en confundir los medios con los fines: el saber no es un fin por sí mismo, sino un fin limitado, provisional, que sólo adquiere su dimensión profunda cuando se enlaza como parte a un fin de naturaleza superior, el de ayudar al ser humano doliente, al enfermo. La consideración constante de esta realidad es el antídoto señero contra la deshumanización de la práctica médica, pero también es el pasaporte de entrada al paso del saber a la sabiduría.

La ubicación precisa del conocimiento y de su posesión por parte del médico se convierte así en un deber: el médico ya aceptó y puso en práctica el deber de saber lo necesario para ejercer correctamente su profesión, pero el lugar que tiene dicho saber en su desarrollo como persona y el valor que se le confiere en términos del ser humano que lo posee son otra cosa. Para llegar a la sabiduría se debe, en términos de conocimiento, comprender las limitaciones de lo que se sabe, entender el inmenso papel que tiene el equivocarse como fuente de conocimiento, siempre y cuando exista al calce una fuerte dosis de reflexión crítica, se debe poseer un inmenso acopio de modestia y, sin duda, poner todo ello al servicio del propio ser en la vida y del enfermo en lo tocante a la práctica profesional.

De otro modo, la profesión será convertida en oficio y el profesionista no pasará de ser un simple artesano, por excelente que lo fuera. La aplicación correcta de los conocimientos y pericias adquiridos, por sesuda que sea, por bien hecha que esté, no garantiza otra cosa. Profesión implica fe, requiere imaginación, creatividad, entrega y, en el caso de la medicina, espíritu de ayuda.

La condición humana
La condición humana es una historia de limitaciones y esfuerzos, de triunfos y fracasos, de angustia existencial y plenitud. En la condición humana radican la grandeza y la miseria del hombre. Vivencia y sentimiento de la miseria ante el dolor y la muerte y percepción de la dignidad aún ante ellos [Xirau, 1997: 210].

En el pensamiento de don Ignacio Chávez, la condición humana se plasma en dos vertientes que confluyen: la condición del hombre enfermo y la del médico que le atiende. El enfermo encarna todo un cúmulo de características existenciales que se agrupan en un “ser del enfermo”, como lo ha denominado Pedro Laín Entralgo [Laín Entralgo, 1984: 320 y ss].

Esto mismo lo planteó expresamente Chávez al insistir, como lugar común, en la necesidad de ayuda por parte de éste, un ser al que su condición de enfermo sirve de expresión de una minusvalía, de una vulnerabilidad pero, sobre todo, de una confrontación consigo mismo que se da al poder intuirse como sano ante la realidad de su enfermedad. Entonces, al médico corresponde el tomar cartas en el asunto y no sólo “tratar” su enfermedad de manera técnicamente correcta y profesionalmente ética, sino también el comprender el fenómeno humano de la forma más completa posible.

Estamos hablando de condiciones humanas definidas, concretas, la que se personifica en el enfermo y la que es propia del médico. No insistiré en estos puntos, dado que gran parte se ha dicho al hablar del humanismo médico.

Por otra parte, Chávez desarrolla a lo largo de su vida una teoría de la condición humana, dispersa en sus múltiples escritos, que expresa convicciones íntimas que, por demás, tuvieron una ejemplificación práctica en su propia vida. Substancial fue para él la confianza en que existe en los seres humanos una capacidad de superación ilimitada que él definía así: “todos somos capaces de realizar más de lo que valemos y con ello no hacemos sino exaltar nuestro valer” y habla de una “reserva insospechada” de energía creadora que dormita [Chávez, 1977: 42]. Y es aquí donde surge el educador, el formador de hombres.

El problema de la educación es, pues, un problema de esencia, ya que no vale de nada el cambiar los programas, incluso los sistemas educativos, puesto que lo único que garantiza logros es cambiar al hombre; la única manera de que los profesores estén a la altura de su función es que sean capaces de modelar las almas, de vivir su disciplina con las ideas e inquietudes de su tiempo, de encontrar felicidad en la libertad del pensar y el discutir, que busquen la verdad y no se comprometan con doctrina alguna [Chávez, 1977: 125]. En una palabra, que sean los demiurgos que despierten y orienten a esa energía creadora. Libertad del pensamiento, libertad de discusión científica y, corolario obligado, libertad de cátedra, son las premisas que llevará consigo al tomar posesión del cargo de rector de la UNAM. Pero, eso sí, el ejercicio de tales libertades implica el deber de someter a todas las doctrinas a un análisis crítico.

Es en este sentido supremo de la acción del educador, entendido como el moldeador de almas, como el artífice de cambios en la condición humana que un contemporáneo y amigo de Chávez, Raúl Fournier, le definía como “inventor de hombres”... lo que equivaldría en última instancia a un verdadero educador.

Así, educación se concibe como el meollo de una condición humana que se moldea, no ajustándose a formas preconcebidas sino rompiendo marcos para acceder a la libertad creadora. La condición humana para Chávez está imbuida en un impulso prometeico, como el hombre en llamas de Orozco, como el de todos y cada uno de los personajes que pueblan los murales de la Historia de la Cardiología que él y Diego Rivera fijaron; ser humano significa estar comprometido con ir siempre un poco más allá, con la necesidad de ser cada instante un poco más libre, con la capacidad de decir no a las fuerzas que nos apabullan, sean las biológicas, sean las sociales, significa el impulso de imaginar, de crear, pero siempre dentro de un severo sentido de responsabilidad. Ser humano, responder a su condición, significa en última instancia ser responsable de sí mismo.

Chávez fue un hombre que ha ejercido a lo largo de toda su vida su capacidad de elegir, eligentia en términos de Ortega y Gasset [Ortega y Gasset, 1966], pero siempre eligiendo lo que se debe hacer en el momento en el cual debe de ser hecho y dice lo que se tiene que decir, también en el momento preciso. Esto es elegantia y Chávez fue indudablemente un hombre elegante. Pero se ha señalado el decir y el hacer y no termina allí su impulso; asimismo hemos podido presenciar la transformación creadora del pensar y el decir de Chávez en acciones. Un humanismo que predica, mas no hace, es en el siglo XX un humanismo a medias, y en él “se dio en forma excepcional la conjunción del ideólogo y del hombre de acción...” [De la Fuente, 1997: 122].

El deseo de saber y de servir y la capacidad de vivir y consumirse... y, rememorando al hombre de fuego con que Orozco plasmó un credo de libertad y dignidad, en un discurso pronunciado en Guadalajara, Chávez pudo afirmar en el contexto adecuado el sentido único de “el hombre que a semejanza de Prometeo sea capaz de robar el fuego de los dioses aunque después tenga que quemarse en su propia llama” [Chávez, 1977]. Ese hombre que siempre puede dar más de lo previamente previsto, ígneo, prometeico, es el hombre creador que día con día lleva un paso más lejos su humana condición y de la angustia que le oprime logra elevarse a una dimensión cósmica que es precisamente la que Orozco pinta y es la que concreta utopías y las troca en realidades, sean alumnos, sea la cardiología mexicana, sea una Universidad Nicolaíta encauzada hacia la modernidad, una Escuela Nacional de Medicina imbuida de ciencia y orgullosa del arte de curar que ejercen sus hijos, sea un Instituto Nacional de Cardiología o una Universidad dignificada y renovada a través de sus hombres, expresión de ideales e ideas.

Chávez no es sólo un elector elegante, pues esto lo limitaría a ser un hombre universal en el sentido renacentista del término, y esto él mismo lo ha desechado como una utopía, bella, sí, pero poco útil. Felipe Mendoza, cardiólogo como él y su discípulo cercano en cuanto a la calidad humana, trae a colación la presencia siempre evidente en la vida de Chávez de una angustia esencial que le lleva a recordar el pensamiento de Maritain, “un ansia incontenida de salir de la trágica perplejidad de no poder rehusar la condición humana, ni aceptarla pura y simplemente [Maritain, 1966: 170]. Pero, al fatalismo propio de un Malraux, de un Gide, autores a los que conocía bien, le fue plenamente natural oponer la clara visión, sí, angustiosa, de las propias limitaciones, pero siempre respaldada por la responsabilidad ante sí mismo, ante su conciencia – como él solía decir – y por la decisión firme de una entrega total en las acciones emprendidas, de la entrega de ese poco que es todo lo que tiene quien lo ofrece y lo dispone en aras de un servicio que se convierte en creación.

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